El jardín de aquél hombre no era de grandes dimensiones. Más bien una pequeña parcela de tierra cubierta de césped de color intensamente esmeralda.. Si algo destacaba especialmente en el jardín era una acacia plantada en el centro a la que él cuidaba con esmero. No en vano le había procurado, ya entrado en años ,la sombra necesaria cuando apretaba el calor del estío. En invierno, cuando la lluvia se hacía persistente, se cobijaba en ocasiones bajo su amplia copa y recostado en el tronco y con su mirada fija en las nubes parecía querer contar las minúsculas gotas de agua.
Años antes había plantado dos pequeños árboles. Quizá no tuvieron el riego necesario y sus raíces no prendieron en el jardín. Un día terrible de tormenta el viento que soplaba con fuerza inusitada los arrancó de cuajo y se los llevó volando. Uno de ellos acabó en una isla lejana. El otro, con algo más de peso, cayó en un prado no muy distante y el hombre pudo verlo crecer con el paso del tiempo.
Desde el ventanal del saloncito que enmarca la pequeña parcela del jardín, el hombre, al despertar cada mañana, contempla con alegría la acacia que acompaña la última etapa de su vida y que ningún viento de tormenta podrá arrancar.
Foto y texto copyright: Julio Suárez.
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