Texto:Julio Suárez Herrero
Sucedió poco después de
terminar la guerra que había sufrido nuestro país. No debía tener yo más de 6
años cuando muchas tardes me solía llevar Benita al parque del Retiro.
Benita era una mujer joven
natural de Badajoz que trabajaba en la casa de mis padres ayudando en las
tareas domésticas.
El numeroso grupo de niños
que allí pasábamos algunas horas de nuestra infancia esperaba siempre con ilusión la llegada del barquillero.
Jesús, pues así se llamaba, era de edad no muy avanzada y mostraba al andar una
leve cojera.
Cuando aparecía Jesús con su tambor metálico
rematado por una ruleta corríamos todos hacia él
después de pedir unos céntimos a nuestras cuidadoras dispuestos a probar
fortuna y conseguir el mayor número de barquillos. Nuestra ilusión sufría un
amargo chasco si al mover la rueda acababa en el espacio del “clavo” que
suponía no conseguir ningún barquillo extra, tan sólo uno de consolación.
Una tarde cuando acabábamos
de llegar al Retiro vimos un gran revuelo cerca del estanque. Un niño de pocos
años se había caído en aquél y Jesús se había arrojado al agua para sacarlo
sin que el pequeño llegara a sufrir ningún daño.
Desde entonces el barquillero
fue para nosotros una especie de héroe
protector nuestro.
Jesús llegó a intimar
bastante con Benita y cierto día le escuché decir a mi madre que el
barquillero le había contado que había estado luchando en el frente
durante la guerra y que una bala al herirle le había ocasionado la cojera que
padecía.
Un día esperamos en vano la llegada
de Jesús con su cilindro repleto de barquillos. A Benita le contó uno de los
guardias del Retiro que a Jesús se lo habían llevado detenido unos policías
vestidos de paisano.
El barquillero no regresó más
al parque ni le volví a ver nunca más pero todavía hoy, en mi recuerdo, le veo aparecer cojeando y acercándome a su barquillera hago girar la
ruleta del cilindro esperando ser afortunado con un buen premio.