Poco a poco me iba adormeciendo y mientras el tren iba avanzando hacia los países de la nieve y los hielos el sueño consiguió ganar su batalla a mis pensamientos.
La pregunta me la hacía el joven húngaro que a pesar de su ceguera parecía haberse hecho con gran precisión con la situación en los asientos de cada uno de los ocupantes del compartimento. Al dirigirse a mí me ofrecía una botella que contenía un líquido blanco. Me excusé con una sonrisa, temiendo que su contenido fuera algún aguardiente de excesiva graduación y él agarrándose nuevamente a su acordeón se quedó como ensimismado y, como si pudiera ver, con la cabeza vuelta hacia la ventanilla por la que se divisaban prados de un verde intensamente esmeralda.
Pasábamos por pueblos con casas de tejados increíblemente inclinados que yo imaginaba cubiertos por la nieve del invierno. Los campos estaban salpicados por pequeñas granjas con sus paredes pintadas de diversos colores, rojas amarillas o blancas.
Atravesamos en un transbordador una estrecha franja de mar que nos separaba de la isla danesa de Selandia y el tren hizo al fin su entrada en la estación central de Copenhague.
Extracto de mi libro "Mañana te enseñaré Beirut" .
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